Cada uno de nosotros tiene uno o varios santos de su preferencia, a quien le suele confiar sus problemas y deseos; a nuestros santos preferidos los recordamos todos los días, los festejamos en sus días y especialmente en este. Los santos son innumerables, de todos los tiempos, de todas las edades y razas, y cada uno con una vida de santidad diferente a la del otro. Hay sin embargo, a pesar de la diversidad, algo que une a los santos, en este momento, y por toda la eternidad. Lo que une a los santos, por toda la eternidad, es contemplar a nuestro Señor glorioso, resucitado; lo contemplan en la eternidad, lo adoran en la dicha sin fin de saber que nada los puede apartar de la alegría de poseer a Jesucristo.
Independientemente de la ayuda que nos presten desde el cielo, lo que nosotros debemos admirar en los santos y desear vivamente para nosotros, es justamente la dicha que ahora poseen por la eternidad.
La devoción a un santo no tiene otro sentido que este: conducirnos a la felicidad eterna de la contemplación de nuestro Señor. Su vida debe servirnos de estímulo y de ejemplo, y, en algunos casos, de imitación. Lo primero que debemos imitar de ellos es su perseverancia en la gracia. Hicieron de todo y renunciaron a todo –al honor, a los bienes de la tierra, incluso a la vida[1]- para permanecer unidos en esta vida a Jesucristo por la gracia, para permanecer unidos a Él por toda la eternidad en el cielo. Con tal de permanecer unidos a Cristo por la gracia, con tal de no perder el estado de gracia, interpretaron literalmente el mandato de nuestro Señor: “Si tu ojo, tu mano, tu pie, es motivo de escándalo, córtalos”, y así lo hicieron, por manos de sus verdugos: el mártir San Quirino permitió que le fueran amputadas las manos y los pies, antes de adorar a los ídolos; San Nicéforo, San Lorenzo, prefirieron ser asados en la parrilla antes que renegar de Jesucristo. Los ejemplos son innumerables, y en todos brilla la decisión de perder todo, hasta la vida propia, con tal de permanecer unidos a Cristo por la gracia. Y Jesucristo premia este acto de amor hacia él, concediendo al santo ser partícipe por toda la eternidad de la eterna e infinita gloria y alegría de Dios Trino; los santos que dieron sus vidas por Cristo, que blanquearon sus almas con la Sangre del Cordero (cfr. Ap 7, 1-8), gozan ahora por la eternidad de la visión de la Trinidad, y son tan felices y dichosos que si pudieran volverían a esta vida para sufrir más por Cristo con tal de gozar más de Él en la eternidad. Ellos participan de la liturgia de los cielos, liturgia que tiene por centro al Cordero Degollado que los lavó y los hizo Dios con su Sangre. Pero nosotros, que vivimos en este valle de dolor, lejos de las alegrías eternas de los cielos, no somos sin embargo ajenos a la felicidad que embarga a los santos, porque podemos unirnos, no sólo con el sentimiento o con la imaginación, sino en la realidad, por medio de la liturgia de la misa a la liturgia celestial. La misa es para nosotros que vivimos en el tiempo, el equivalente real a la liturgia celestial, porque en ambas, el centro de la adoración es un Único y Mismo Cordero divino.
En la liturgia de la misa no solo imitamos sino que participamos a la liturgia celestial, nos unimos no con la imaginación, sino en la realidad, a lo que los santos hacen ahora por la eternidad: así como ellos lo adoran en el cielo, así nosotros lo adoramos en la Eucaristía. Quiere decir que nuestro santo está con nosotros, en el misterio de la liturgia eucarística, adorando a nuestro Señor, como nosotros aquí en la tierra lo adoramos en la Eucaristía; la diferencia es que él lo adora contemplándolo en la luz de la gloria divina, nosotros, en la penumbra de la fe.
Pero tanto ellos como nosotros nos gozamos de la Presencia de nuestro Señor, y tal vez nosotros somos más afortunados, porque mientras ellos lo contemplan, nosotros lo incorporamos en nuestras almas como alimento de vida eterna, y lo poseemos como algo nuestro, propio, para nuestra posesión, adoración y gozo espiritual, gozo que anticipa en la tierra el gozo del cielo.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, The glories of divine grace, TAN Books and Publishers, Illinois 2000, 306.
Sem comentários:
Enviar um comentário